Para pocos, desdeñables conocidos, era Miroaga.
Exultante, desbordante de ánimos, de sensible tacto e hipersensible existir.
Joven de nimio andar y enjuta presencia, pero de corazón dispuesto y
profundamente abocado a los amores. Se puede presentir que su carácter bohemio
se hallaba intrusivo entre tanta cloaca alrededor; el bullero de las calles,
las gentes, la violenta intromisión de ese lumpen en los bares, las tiendas y tugurios
buscaron matar a golpes ese sentido corazón. Ante este ambiente hostil, ¿qué
mantenía vivo a Miroaga?
Para este, vivir era producto positivo del amar las artes; pintar. Si no se sumía en las fauces del fragor cotidiano ni se devanaba en la locura, era por la comprometida, acérrima relación con el lienzo. Si de los bidonville dimanaba repulsión y hediondez, Miroaga encontraba la forma de colorear los lienzos en base a este deprimente panorama. No me confundan, no era relación de toxicidad; si Miroaga miraba algo, sin importar lo que fuera, extraía de esto y aquello la esencia vital y con pincelada fina encumbraba desastrosos panoramas.
Era un excéntrico total. Tomaba pintura, brocha, cubeta y pincel para embarcarse en su travesía espiritual. Este era singularmente su ritual y se extendía desde que se abría el día hasta que oscurecía. Miroaga era un demente, incluso podríamos hablar de este como un “loco enamorado”. Cualquiera podría decir que no había nada más en esta agrietada, agitada y asfixiante realidad que pudiera darle sentido a su vivir, pero ahí también estaba ella.
Había tenido pocos contactos con Helena, una mujer de presencia estricta, paso firme y poderoso, temple señorial y carácter rigurosamente correcto durante el día, no obstante, disentía totalmente de todo parámetro moral durante la noche. Durante el día la ataban los avatares y esa determinada actitud, mas llegada la noche se tornaba liberal, visceralmente abierta a la lujuria de los bistrós.
Miroaga la apreciaba en silencio. La gente la sentía como respetada, vanidosa, soberbia mujer, pero en sus lienzos la encontraba febril, delicada, cubierta en velo de ángel. Las pinceladas, entonces, empezaban a ser versos, loores, casi reverencias. Podrían ser casi incontables las horas en las que Miroaga recurría a su musa como vital catalizador, pero no era solo ello; así como la pintura, Helena, distante y peligrosa, le era hálito de vida, causa y efecto de sus derrumbes y hazañas, y le era motivo de súbita pasión. Mi error; no la apreciaba, la amaba en silencio.
Una noche, Miroaga recorría los alrededores mendigando inspiración. En medio de esta empresa escuchó gritos en una callejuela y al acercarse fue indudable su temor y sorpresa. Encogida, en el suelo, yacía apuñalada la deplorable silueta de Helena Windsor. Angustiado, el joven bohemio no supo qué hacer, hasta que ella tornó la mirada hacia él.
-Ayúdame, no tengo a nadie. Por favor, ayúdame.
Miroaga, en denodados esfuerzos, se la llevó a su hogar sin idea alguna de qué hacer.
Durante los primeros días trajo a un doctor a revisarla en casa para ver que tenía y este no le dio buenos pronósticos, empero, esto no impidió que la tratara, encubriera y protegiera cual trato hacia una rosa, un vergel. Durante esta primera fase, él la pintó con sutileza, delicados trazos, serenas pinceladas y con la animosidad que embargaba cada uno de sus cuadros. Ella hablaba poco, pero sentía mucho. Agradecía constantemente y le suscitaba maravillas ver sus retratos. Es así como él se concentraba en pintar más cuadros y ella se alimentaba de ese amor.
Pasado un tiempo, se habían vuelto muy cercanos. La apasionaba ver el arte de Miroaga, era espléndida y honesta apreciación y dentro de esta se encontraba oculto un inusitado amor. No parecía que ella mejorara y Miroaga lo notaba, así que pidió constantemente opiniones de diversos doctores, pero ninguno supo darle respuesta a su problema. Helena moría y aunque ninguno lo hubiese hecho explícito, se amaban. Ella le pedía retratos y él se los brindaba. Ella lo amaba en la admiración y él la amaba en su humildad, pero el tiempo finalmente le llegó a Helena.
Pasados meses, su imponente figura se tornó diáfana, casi etérea y pese a que ella no lo sabía, Miroaga colapsaba desde dentro. Iba feneciendo su intención vital y se apagaba tanto como ella. Un día de ellos, Helena le pidió un retrato, uno especial, uno que no sea solamente de ella, sino de los dos. Miroaga dedicó sangre y sudor en ello, cada pincelada era un martirio, martillazos en la cien, apuñaladas en el corazón y finalmente lo terminó. Ella se tomó el tiempo de ver la pintura y de verlo a él, entonces le pidió que se acercara y cuando este lo hizo ella dio el último esfuerzo.
-Te amo, Camiroaga.
Para pocos, desdeñables conocidos, era Miroaga, pero para ella él fue Camiroaga, hombre de corazón dispuesto y profundamente abocado a su gran amor.
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